Sobre las seis horas y cuarenta y cinco mintos de la mañana del sabado 26 de julio de 1986, terroristas de ETA lanzan una granada de carga hueca contra el Cuartel de Arechavaleta.
El proyectil fue a parar a un terreno, a unos cincuenta metros, sin que se produjeran desgracias personales ni daños materiales.
A las ocho de la mañana, hacia explosión un artefacto a unos cien metros del cuartel. Dicha explosión fue provocada para atraer a la zona a las fuerzas de la Guardia Civil .
Una hora después a las nueve de la mañana, cuando una patrulla del GAR (Grupo Antiterrorista Rural) inspeccionaba el terreno, hizó explosión una bomba-trampa oculta en la hierba, que alcanzó de lleno al Teniente Ignacio Mateú Isturiz y al Guardia Civil Adrian Dionisio Gonzalez Revilla, natural de la localidad de Villamayor (Palencia), de 29 años de edad; trasladado al Centro Asistencial de la localidad de Mondragón, a 10 kilómetros del lugar donde se produjo el hecho, ingreso cadáver en el Centro Hospitalario.
A propósito de este atentado encontré en internet lo siguiente:
En 1978 el Magistrado José Francisco Mateu Cánoves moría en atentado de ETA. Unos meses antes, su hijo Ignacio había comunicado en su casa que quería ingresar en la Guardia Civil. Su padre, que se sabía amenazado por ETA (no sin razón, como se pudo comprobar después) le dijo que él era el hombre de la casa y que no podía ser que dos personas de la misma familia estuvieran en el mismo peligro.
Ignacio ingresó en la Academia General Militar y pidió el Arma de Infantería.
Al morir su padre, en la petición más desgarradora que he conocido nunca, se dirigió al rey en demanda de «por haber cesado la causa que me llevó a solicitar el ingreso en el Arma de Infantería» ser trasladado a la Benemérita.
Su primer destino fue -lo era siempre en esos años- a las Vascongadas; allí el 26 de julio de 1986, cuando se encontraba franco de servicio, al saber que se había detectado un paquete sospechoso en las cercanías del cuartel de Arechabaleta, se fue para él en compañía de uno de sus guardias con la mala fortuna de que explosionase y se llevase por delante la vida de ambos.
Su madre me dijo -hace ya muchos años- que Ignacio sabía que moriría de verde allá arriba; que dejó todos sus papeles y todas las instrucciones para su entierro perfectamente detalladas.
El ejemplo de Ignacio Mateu, de su vida y de su muerte, alcanza cotas raramente vistas en el comportamiento humano, ambas son -a mi juicio- la plasmación en carne mortal del Decálogo que compusiera Franco para la Academia General Militar, y en particular el punto que reza: Ser voluntario para todo sacrificio, solicitando y deseando siempre el ser empleado en las ocasiones de mayor riesgo y fatiga.